El tránsito es también desasosiego. Militar por las calles
el anonimato, enfundar los pensamientos mientras a nuestro lado pasan rostros
de distintos calibres, ensimismados, sonrientes, con muecas indescifrables, con
arrugas que la memoria ha aprendido a delinear.
Y no hay nada más efímero que las voces del primer vagón que
pasa. Voces audibles por unos instantes, como la voz que podemos proyectar en
nuestro cerebro cuando leemos para nosotros mismos o hablamos sin dejar que lo
pronunciado traspase el cráneo.
Lo primordial es que son voces femeninas, que aunque
resuenen sólo para nosotros siguen conservando su timbre original.
Si estas voces esperaban a aquellos que se reunían en el
letargo de la espera, si invitaban al vuelo a ser descifradas, si exigían en
todo caso ser visibles por unos momentos… son voces que remarcan sus límites
para que el otro consienta su propia individualidad.
Entre vagón y vagón: el espacio vacío. Entre un rostro y
otro rostro. Entre una estación y otra. Como las estrellas, estamos articulados
de ausencias que terminan por destacar la iluminación de las presencias. Como
una hoja en blanco con caracteres manuscritos.
Hace una semana que empecé a escuchar las voces imaginadas
de estas mujeres. Me han acompañado como un rumor que persiste, entre los pasos
de la gente, los libros que he hojeado, los silencios que suelen acompañarnos
incluso entre el ruido.
“Ella llegó al sitio indicado, esa frontera que alguna vez
estuvo a punto de cruzar…”, dice Alma N. Mendoza. Y podría imaginarme ese
primer momento en que alguien, un o una desconocida, al bajar del vagón, o
antes de subir a él, se encuentra en las coordenadas justas del tiempo y el
espacio para que esta frase le retumbe en el cerebro.
Ya coleccionadas en este libro, las palabras de estas
mujeres se resignifican. El barullo de las orugas en León cede el paso a su
fijación en la textura de estas páginas. Cada página, cada numeración, cada
foto o ilustración, cada nombre, una frontera. Pero fronteras unidas por una conexión
férrea.
“Voces del primer vagón” integra múltiples lecturas. La del
coro de voces que la escritura evoca, ya sea escritura con luz o con sombras,
con imágenes explícitas o con tipografías. Un coro donde predomina la melodía
sobre la armonía. La lectura de cada autora, enmarcada por el bello prólogo de
Brenda Lozano que nos descubre cómo la escritura de la mujer emerge por algunos
instantes sobre la arena para desperdigarse sin sosiego.
Este libro puede recorrerse como si uno estuviera ciego y
fuera capaz de escuchar con los dedos. Predomina el anonimato, la
invisibilidad. “Cuando camino no presto atención al paisaje, soy invisible y
nadie puede percibir que estoy aquí”, se oye decir a una autora cuyo nombre se
me escapa entre otros nombres.
La escritura parece tener una ventaja, al menos: la de
hablar a todos al hablar a cada uno. Ser invisible entre la muchedumbre que
emerge de los vagones. La escritura es una oruga que nunca termina por romper la
telaraña que le da asilo.
El hombre es aquí apenas una presencia que se vuelve ave,
que calla como calló Io al ser transformada en una vaca blanca, tal y como nos
contó Brenda Lozano en el prólogo. Pero el hombre no es la más bella de las
vacas, sino un ser oscuro que termina graznando y debe abandonar el lugar que
le tenía sitiado. No termina por configurarse. Es un ser fantástico, una
evocación, o no es nada.
Estas voces que escuchamos y resuenan una y otra vez en
nuestras cabezas terminan por transgredir las fronteras de su individualidad
para mostrarse como un solo tren que avanza para replegarse en lo profundo de
los túneles.
“Siempre creí que cruzar la / línea sería perfecto, pero /
al dar la vuelta a la esquina / todo desapareció”, oigo decir a Loulou de la
Parra. O a Rocío Cerón: “La mujer cabal no dista del enloquecido”. O a Amaranta
Caballero: “¿Cuánto cuesta vivir en ningún lugar?”.
La invisibilidad de la que hablaba Alejandría Velasco –ya
recuerdo– cede lugar a lo vivible en una escritura que nos cuestiona desde lo
más particular de nuestra existencia hasta aquello que nos une entre géneros,
historias, las nervaduras de una realidad que en el vaivén de las vías nunca termina
por definirse.
Somos individuos en la medida que aceptamos nuestros
límites. Como las ciudades y los países. Como los géneros y las edades, o los
individuos. Pero las fronteras, como la piel que nos envuelve, permiten el
placer de tocar al otro.
Ya dice en estos tiempos aciagos Alma Karla Sandoval: “Este
país era un desasosiego controlado. El olvido era suficiente para reunir la
vida al centro de la mesa y compartir el pan de la memoria. Ahora esta nación
es una llaga”.
Las heridas que nos separan unos de otros, esos espacios
vacíos entre el coro del desasosiego, también nos unen, nos identifican. Nos
permiten vagar de página en página como si las fronteras fueran puentes a punto
de ser dinamitados.
Felicidades por este bello –incluso en la tragedia– coro de
voces, colores e imágenes.
Carlos Vicente Castro
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